De todas las cosas hermosas que hay en el mundo…
1
–De todas las cosas hermosas que hay en el mundo… ¡Justo ésta tenía que tocarme a mí! –pensó el soldado al sentir el “clic” característico que lo hizo entender que había apoyado su pie en el lugar errado, sumergido en la angustia de saber que le quedaba una fracción de segundo antes de evaporarse en un sonoro estornudo de carne, tripas, sangre y huesos.
2
–De todas las cosas hermosas que hay en el mundo… ¡Justo ésta tenía que tocarme a mí! –pensó la niña con sus tiernos ojitos idos y moreteados, mientras era sodomizada una y otra vez por el pelotón de soldados que, por turnos, llenaban sus miembros de sangre y mierda.
3
–De todas las cosas hermosas que hay en el mundo… ¡Justo ésta tenía que tocarme a mí! –pensó la hija, al sentir crujir una vez más la escalera que conducía a su sótano, sabiendo que allí venían los ojos idos y lascivos de su padre, venían el plato de comida en una mano y el puño cerrado apretando el cinturón de cuero en la otra, y venía también una creciente erección impresa en la entrepierna del pantalón que bajaba escalón, a escalón, a escalón…
4
–De todas las cosas hermosas que hay en el mundo… ¡Justo ésta tenía que tocarme a mí! –pensó la madre cuyo vientre acababa de ser abierto a machetazos, mientras veía con profunda pena como los soldados de boinas verdes y coloridos uniformes camuflados partían al medio al feto entre sonoras carcajadas.
5
–De todas las cosas hermosas que hay en el mundo… ¡Justo ésta tenía que tocarme a mí! –pensó el monaguillo mientras el párroco le cerraba el paso apoyándole una mano en el hombro y levantándose suavemente la sotana con la otra.
6
–De todas las cosas hermosas que hay en el mundo… ¡Justo ésta tenía que tocarme a mí! –pensó el manifestante mientras el tanque avanzaba aplastándole las piernas y destrozando su pancarta. (En la plaza el resto de manifestantes sin interrumpir los cánticos observaba la avanzada con desconfianza, intentando ocultar la alegría de no haber sido ninguno de ellos el aplastado.)
Nuestro héroe y el espejo
Se miró nuestro héroe en el espejo
Pero no encontró gran cosa:
Su imagen ya no estaba.
El coro de ángeles sopla al oído del lector aburrido:
Se sorprendió
al principio
nuestro héroe
Hasta que entendió: Él, ya no era nada.
Por qué no escribe usted sobre...
-¿Por qué no escribe usted una historia sobre ciegos? –me preguntó el hombre del bastón blanco y los lentes negros, dirigiéndose, muy cortésmente, al árbol que estaba a mi lado.
*
-¿Por qué no escribe usted un cuento para niños? ¡Es que me gustan tanto! –me solicitó el pedófilo del barrio, secándose el labio inferior con el dorso de una de sus temblorosas manos y entrecerrando sus ojitos palpitantes.
*
-¿Por qué no escribe usted una historia con contenido? –me preguntó el crítico literario haciendo a un lado su cigarro encendido y dejando escapar un delicado hilo de humo de su boca de labios grises.
-Probablemente se deba al hecho de que soy un ser vacío – le respondí, alejándome cabizbajo; y un eco cavernoso resonó en mi interior: “vacío… vacío… vacío…”.
*
- ¡Escriba usted algo sobre magos y hechiceros! –me ordenó el hombre de larga barba blanca. Realmente me gustó la idea, pero no pude decírselo porque desapareció inmediatamente después en una explosión de humo amarillento.
*
-¿Por qué no escribe usted una novela denunciando la matanza de bebé focas? –me preguntó la foca bebé; inmaculado su pelaje blanco; grandes y vivaces sus ojitos negros.
-¡Me encanta la idea! –exclamé entusiasmado.
De debajo del sobretodo saqué el mazo de madera y le hundí el cráneo en un certero y ágil movimiento; y otro (el cuerpecillo cruje y tiembla en espasmos mientras su blanco pelaje se tiñe de rojos), y otro más, por piedad, para poner fin a su sufrimiento (el sonido seco y áspero del mazo que rompe, ya es solo sangre su pelaje tierno, y abierto como una uva uno de los ojitos negros).
Finiquitado el asunto salí corriendo a escribir mi nueva novela; realmente necesitaba saber de primera mano de qué iba la cosa.
*
-¿Por qué no escribe usted algo alegre? –me preguntó, entre lágrimas, el payaso de circo; el maquillaje corrido, la sonrisa roja y grotesca desfigurada por un caudal que caía desde los ojos, de lágrimas y rimel negro.
Nuestro Héroe
Aunque por ser suya y de nadie más, sea en sí misma una historia de especial trascendencia –por más que nuestro héroe no logre comprenderlo aún.
(Por el filo del cuchillo enterrado sube un gusano lentamente. Al llegar al mango será mariposa de chocolate, esperará con sus alas extendidas los rayos del sol que llegarán desde más allá del valle, atravesando nubes y montañas, y no bien sus alas se hayan endurecido volará; bien lejos).
Gotitas de sangre en la nieve
Como un cuchillo de cocina
Abriendo carne y huesos
Con pasmosa facilidad.
Seguirá en fría marcha su camino
Nuestro héroe pasajero
Dejando gotitas de sangre
En la nieve endurecida.
Susurra el coro de ángeles:
Seguirá
Nuestro héroe
Con su cuchillo
Hundido.
(Quién sabe, tal vez un día llegue a donde sea que sea que va.)
Ojos
Lo cubre todo
Se acuesta
y crecen girasoles
en sus ojos húmedos.
El ratón cansado
Que viva el rey
La pala escarba en la tierra
construye la tumba.
El corazón late apurado
corre para que la vida sigua y siga con vida.
El masoquista es expulsado del vecindario
(se preserva asi la sanidad mental de los vecinos).
Una voz angelicalmente maliciosa susurra en el oído:
“Ha muerto el rey, ha muerto.”
Y el cielo se abre por un instante
con un sol que ilumina marcando el camino.
Y el camino es claro
y el camino es eterno.
“¡Porque ha muerto el rey!”
–gritan eufóricos la pala, el corazón y el masoquista.
“¡Porque ha muerto el rey!”
–insisten, eufóricos, la pala, el corazón y el masoquista
Y yo
les creo.
Doce limones
Estaban armados.
Apertrechados con fusiles y granadas y bombas molotov.
Cortaron el tránsito. Cortaron el paso.
Rompieron aceras para armar sus barricadas.
Traían la cara pintada de negro a modo de camuflaje.
Se los veía muy decididos.
Iban a dejar la vida si fuera necesario.
Subieron una pancarta que cruzaba la avenida.
La pancarta se leía: “Acá no pasa naranja”.
1er AACP (Primer atentado alevoso contra la poesía)
Con sus ojos grandes.
Y me miró.
Con sus ojos grandes.
Vino.
Y ahora esto.
Sus ojos grandes,
y se fue.
Se fue.
Y yo, acá.
Y ahora esto.
Sus ojos,
y yo.
Grandes.
Textos del corazón roto (2008, a la "Principita", que supo convertirme en un zorro domesticado, con agradecimiento por la inspiración).
diferente, a Ricardo Henry y a Mario Levrero, más específicamente a sus
textos respectivos: La depilación del ojo y Caza de conejos.)
En su ciudad los colores estaban prohibidos.
Un día, de todos modos, –aún sabiendo lo que le esperaba–, decidió salir a la calle, de rojo.
Lo mataron al llegar a la esquina.
Dos hombres grises.
Con un crayón negro.
*
Era su ciudad una en la que los colores estaban prohibidos.
*
Era su ciudad una en la que estaban prohibidos los colores.
*
-¡Esto es inadmisible! –gritaba el falso mesías sobre el escenario, mientras era sodomizado una y otra vez por el publico que hacía fila pacientemente tras él aguardando cada uno su turno.
(Es que, su actuación, ese día, francamente, no había sido del agrado de nadie.)
Vivió su vida toda escondiendo sus alas blancas plegadas bajo un sobretodo negro.
Es que le tocó nacer en una ciudad que no estaba preparada para acoger querubines.
*
-¡Acá no queremos falsos mesías! –grita el místico, componiendo círculos en el escenario, en sentido antihorario, subido a caballito en un enano malhumorado y narigón.
El publico, fascinado, corea: -¡No queremos! ¡No queremos! ¡No queremos!
Se baja el místico del escenario y da la orden de que lo sigan (al bajar la escalera que desciende del escenario el enano por poco se tropieza y el místico al sentir la pérdida de equilibrio se ataja su chistera con una mano, anticipando la caída, pero el episodio no pasa a mayores).
Abandona el publico así la sala tras él; sumidos todos en un profundo trance hipnótico, repitiendo a coro las palabras del místico que los guía por la avenida principal, montado a caballito sobre el enano malhumorado y narigón, que ya comienza a mostrar signos de cansancio (ahora tiene los cachetes colorados y la respiración jadeante).
Cuando llegan al cementerio municipal, el místico les ordena que busquen rápidamente una tumba vacía en la que enterrarse, y obedecen todos alegremente.
-Está es mía, yo la vi primero –increpa un viejo a una gorda, peleándose por una tumba vacía.
De quitado ese episodio, hay tumbas para todos y todos dan finalmente con una de su agrado.
El enano se encarga de echar la tierra en cada una y apisonarla mientras el místico espera sentado sobre una piedra, limándose las uñas.
Finiquitado el asunto, enano y místico vuelven al centro de la ciudad, a tomarse un helado, pero con los roles invertidos: le toca al místico ahora hacer de caballito (no demorará demasiado en mostrar signos de cansancio).
Y ese es el destino de ese publico: morir enterrados por marchar tras un falso mesías.
Pero vendrán otros, y otros más. Y otros enanos; y otros falsos mesías.
Es que la vida, va en círculos.
*
Un querubín se le presentó al hada; cayó a sus pies como un saco de papas. Venía herido de gravedad, agonizaba.
El hada rápidamente enterró sus uñas puntiagudas en su propio esternón y, alejando los brazos con fuerza, se abrió el pecho.
Colocó con mucho cuidado allí al querubín herido, porque comprendió que únicamente el calor de su corazón sangrante lo salvaría.
Las intenciones fueron buenas, pero el querubín murió ahogado: el hada pasó por alto que había allí ya demasiada gente guardada.
*
Un querubín se le presentó al hada; cayó a sus pies como un saco de papas. Venía herido de gravedad; agonizaba.
El hada se agachó y, sin perder tiempo, le enterró las uñas puntiagudas en el pecho y le arrancó su corazón sangrante.
El hada volvió a casa contenta: había ganado un ejemplar único para la colección.
El querubín murió aliviado: le habían sacado un peso de encima.
Es que, hay historias que si tienen final feliz.
*
El niño preguntó a su madre con voz angelical: -¿Qué cosa es un querubín mami?
La madre se agachó y le susurró al oído con ternura: -Un querubín sos vos mi tesoro, un querubín sos vos.
El niño no le creyó a su madre en ese momento. Ni durante la adolescencia tampoco: la miraba siempre con desconfianza cuando por casualidad recordaba aquellas palabras.
Lo confirmó años mas tarde, ya de adulto, cuando la mató a golpes con un corazón roto.
Es que él, siempre supo.
*
Un querubín cayó a los pies del hada. Agonizaba, gravemente herido, con un ala rota y un tajo en las costillas por el que asomaba parte de algún órgano vital.
El hada lo cuidó en las semanas siguientes; curó sus heridas, sació su hambre, y le entregó su cuerpo cuando él tuvo fuerzas y deseo.
Apenas el querubín estuvo completamente curado, el hada le cortó las alas en un arranque de locura y se fue volando con ellas, bien lejos; se las llevó como recuerdo de los días vividos.
El querubín, no acostumbrado a tener que caminar, se ampolló rápidamente los pies, y a los pocos días moría de una infección generalizada.
Sus alas decoran hoy en día el living de la que fue su amada. *
Un querubín se le presentó al hada. Le preguntó qué es lo que quería. Ella, que lo estaba esperando desde hacía un buen rato, lo miró con ojos perversos y aulló: -¡Tu corazón sangrante!
En un segundo le entierra una mano en el pecho y le extrae el corazón; dos mordiscos y el corazón desaparece en su boquita de dientes filosos.
El querubín cae muerto.
El hada se limpia la sangre del mentón con el dorso de sus manos, estira y agita las alas, y levanta vuelo hacia el horizonte; hacia otras historias; hacia otros corazones.
Y le llovieron corazones rotos desde todas partes.
Cuando por fin el falso mesías dejó de vivir, se encendieron las luces del teatro.
El público se retiró enojado, pidiendo a coro que les devuelvan el importe de la entrada, y los corazones.
-¡Acá no queremos místicos! –grita el falso mesías, blandiendo en alto la cabeza sangrante de Juan el Bautista.
Deja caer la cabeza y la patea como un arquero que saca. La cabeza vuela por sobre el público dando giros, salpicando sangre a más de uno. El falso mesías desaparece en una nube de humo que explota, y las luces se encienden.
El público abandona el teatro en silencio, impresionados por la calidad de la obra, y las dotes actorales de Juan.
El público comprende que están presenciando una escena única e irrepetible, y es tanto el entusiasmo que no esperan al final de la obra: suben enardecidos al escenario y, aunque el actor lucha por resistirse, logran sacarlo en andas del teatro.
Marchan en procesión por la avenida principal vitoreando su nombre, siempre con él en andas, rumbo al cementerio municipal.
El actor sabe que lo van a enterrar vivo, pero se deja hacer: comprende que está viviendo una escena única e irrepetible.
-¡Acá no queremos místicos! –grita el falso mesías, blandiendo en alto la cabeza degollada de un gato negro.
El público no entiende que eso es una obra: suben todos al escenario, enardecidos, y descuartizan al actor en un par de minutos. Cada uno se lleva a su casa un pedazo, a modo de recuerdo, a modo de trofeo.
Luego de que se encienden las luces y el público abandona la sala exhibiendo con orgullo sus trofeos, en el escenario sólo quedan la cabeza del gato, y el corazón del actor, que dá sus últimos latidos.
*
-¡Acá no queremos místicos! –grita el falso mesías, blandiendo en alto la cabeza degollada de un gato negro.
El público no entiende que eso es una obra: suben todos al escenario, enardecidos, y descuartizan al actor en un par de minutos.
Cada uno se lleva a su casa un pedazo, a modo de recuerdo, a modo de trofeo:
Un viejo se lleva la espina dorsal: armará un bonito bastón.
Una gorda se lleva el hígado: preparará a su marido un rico paté.
Un joven actor se quedó con el cráneo: practicará Hamlet.
Una niña se lleva el ojo izquierdo: buscará durante toda su vida el ojo derecho.
(Pero sin éxito: el ojo derecho fue aplastado en pleno frenesí descuartizador por la gorda que preparará el paté: La niña muere frustrada.)
Ya cansado él de tanto remendar su corazón, fue que decidió guardarlo en un cajón de la bonita cómoda de madera que heredó de su abuela.
Colocó con cuidado su corazón en el cajón, dejó el cajón ligeramente abierto, y corrió a esconderse bajo la cama.
Cuando ella introdujo su mano en el cajón, salió él de su escondite y, en un movimiento ágil e inesperado, le dio tremenda patada al cajón, cerrándolo de golpe, como una guillotina.
Ella salió aullando con su mano en alto, ensangrentada.
Él se fue, muy contento, a la heladería, a tomarse un helado.
Y el corazón se quedó para siempre con la punta de los deditos de ella, haciéndole deliciosas cosquillas, en la oscuridad del cajón.
Ya casi era noche cuando recogió el último pedacito de su corazón.
Se levantó y caminó con los pedacitos en los bolsillos de su saco, a excepción de un fragmento de mayor tamaño que el resto, un fragmento lo suficientemente grande como para latir por sí mismo.
A ese fragmento lo llevaba entre sus manos, juntas, como si cargara agua.
Pasó frente al pianista de la plaza y, escuchando su melodía, mientras miraba latir a su pedazo de corazón, pensó: –Tendré que tener más cuidado adonde dejo esto la próxima vez.
Dejó caer un par de monedas cerca del piano y siguió caminando, rumbo a la mercería.
*
(11/05/08)
*
En el tren de Bologna a Venecia. A mi derecha dos africanos hablan en un dialecto muy musical. Esporádicamente intercambian palabras en inglés, y cuando hablan en inglés pronuncian las erres como tambores que redoblan. El sol, entre los árboles y postes, parpadea en la ventana. Por los parlantes una voz simpática anuncia que la próxima parada es San Pietro di Casalle. El tren empieza a frenar. Uno de los africanos se pone unos lentes pequeños, abre un libro y, antes de empezar a leer, acerca su cara al vidrio y mira por la ventana. Y todo el tiempo, voy pensando en vos.