Textos del corazón roto (2008, a la "Principita", que supo convertirme en un zorro domesticado, con agradecimiento por la inspiración).

(Nota: caf.- también agradece por la inspiración, pero de manera
diferente, a Ricardo Henry y a Mario Levrero, más específicamente a sus
textos respectivos: La depilación del ojo y Caza de conejos.)

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(20/08/08)


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En su ciudad los colores estaban prohibidos.
Un día, de todos modos, –aún sabiendo lo que le esperaba–, decidió salir a la calle, de rojo.
Lo mataron al llegar a la esquina.
Dos hombres grises.
Con un crayón negro.


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Era su ciudad una en la que los colores estaban prohibidos.
No hace mucho, una mañana que salió a comprar bizcochos, llegando a la panadería, se cruzó con una mujer de rojo.
Aún habiéndose enamorado a primera vista no bien verla, hizo lo que todo buen ciudadano hubiera hecho: La mató con lo primero que tuvo a mano:
Su cinturón de cuero negro.
El incidente ocurrió frente a una abuela y un nieto que justo justo pasaban por ahí.
Abuela, nieto, y también el panadero (que salió corriendo de su tienda para no perderse por nada del mundo la ejecución), lo aplaudieron y felicitaron y vitorearon a rabiar, durante varios minutos, elogiando su heroico accionar.
Esa mañana no pagó por sus bizcochos.
(En la acera, mientras, un cuerpo de rojo con una horrible mueca en el rostro de labios retorcidos, comenzaba su lento proceso de descomposición.)
Es que, era su ciudad una en la que estaban prohibidos los colores.


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Era su ciudad una en la que estaban prohibidos los colores.
No hace mucho, una mañana que salió a comprar bizcochos, llegando a la panadería, se cruzó con una mujer de rojo.
Aún habiéndose perdido por una eternidad en su mirada de ojos verdes, hizo lo que de todo buen ciudadano se hubiera esperado:
La estranguló con su cinturón de cuero negro.
El incidente ocurrió frente a la panadería y a una vieja con un niño que casualmente pasaban por ahí.
Vieja, niño y panadero (que emergió de la panadería como un rayo, saltando por sobre el mostrador en una ágil maniobra y atravesando la puerta abierta como una flema que sale), lo felicitaron y aplaudieron, pomposamente, por varios minutos, celebrando el cumplimiento de su responsabilidad ciudadana.
Esa mañana, el panadero, le regaló los bizcochos.
(En la acera, mientras, una mujer de ojos verdes, con una espantosa mueca en el rostro, se descomponía lentamente.)
Es que, era su ciudad una en la que los colores estaban prohibidos.

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(12/08/08)

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-¡Esto es inadmisible! –gritaba el falso mesías sobre el escenario, mientras era sodomizado una y otra vez por el publico que hacía fila pacientemente tras él aguardando cada uno su turno.
(Es que, su actuación, ese día, francamente, no había sido del agrado de nadie.)

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(08/08/08)

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Vivió su vida toda escondiendo sus alas blancas plegadas bajo un sobretodo negro.
Es que le tocó nacer en una ciudad que no estaba preparada para acoger querubines.


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-¡Acá no queremos falsos mesías! –grita el místico, componiendo círculos en el escenario, en sentido antihorario, subido a caballito en un enano malhumorado y narigón.
El publico, fascinado, corea: -¡No queremos! ¡No queremos! ¡No queremos!
Se baja el místico del escenario y da la orden de que lo sigan (al bajar la escalera que desciende del escenario el enano por poco se tropieza y el místico al sentir la pérdida de equilibrio se ataja su chistera con una mano, anticipando la caída, pero el episodio no pasa a mayores).
Abandona el publico así la sala tras él; sumidos todos en un profundo trance hipnótico, repitiendo a coro las palabras del místico que los guía por la avenida principal, montado a caballito sobre el enano malhumorado y narigón, que ya comienza a mostrar signos de cansancio (ahora tiene los cachetes colorados y la respiración jadeante).
Cuando llegan al cementerio municipal, el místico les ordena que busquen rápidamente una tumba vacía en la que enterrarse, y obedecen todos alegremente.
-Está es mía, yo la vi primero –increpa un viejo a una gorda, peleándose por una tumba vacía.
De quitado ese episodio, hay tumbas para todos y todos dan finalmente con una de su agrado.
El enano se encarga de echar la tierra en cada una y apisonarla mientras el místico espera sentado sobre una piedra, limándose las uñas.
Finiquitado el asunto, enano y místico vuelven al centro de la ciudad, a tomarse un helado, pero con los roles invertidos: le toca al místico ahora hacer de caballito (no demorará demasiado en mostrar signos de cansancio).
Y ese es el destino de ese publico: morir enterrados por marchar tras un falso mesías.
Pero vendrán otros, y otros más. Y otros enanos; y otros falsos mesías.
Es que la vida, va en círculos.

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(06/08/08)


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Un querubín se le presentó al hada; cayó a sus pies como un saco de papas. Venía herido de gravedad, agonizaba.
El hada rápidamente enterró sus uñas puntiagudas en su propio esternón y, alejando los brazos con fuerza, se abrió el pecho.
Colocó con mucho cuidado allí al querubín herido, porque comprendió que únicamente el calor de su corazón sangrante lo salvaría.
Las intenciones fueron buenas, pero el querubín murió ahogado: el hada pasó por alto que había allí ya demasiada gente guardada.

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Un querubín se le presentó al hada; cayó a sus pies como un saco de papas. Venía herido de gravedad; agonizaba.
El hada se agachó y, sin perder tiempo, le enterró las uñas puntiagudas en el pecho y le arrancó su corazón sangrante.
El hada volvió a casa contenta: había ganado un ejemplar único para la colección.
El querubín murió aliviado: le habían sacado un peso de encima.
Es que, hay historias que si tienen final feliz.

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El niño preguntó a su madre con voz angelical: -¿Qué cosa es un querubín mami?
La madre se agachó y le susurró al oído con ternura: -Un querubín sos vos mi tesoro, un querubín sos vos.
El niño no le creyó a su madre en ese momento. Ni durante la adolescencia tampoco: la miraba siempre con desconfianza cuando por casualidad recordaba aquellas palabras.
Lo confirmó años mas tarde, ya de adulto, cuando la mató a golpes con un corazón roto.
Es que él, siempre supo.


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Un querubín cayó a los pies del hada. Agonizaba, gravemente herido, con un ala rota y un tajo en las costillas por el que asomaba parte de algún órgano vital.
El hada lo cuidó en las semanas siguientes; curó sus heridas, sació su hambre, y le entregó su cuerpo cuando él tuvo fuerzas y deseo.
Apenas el querubín estuvo completamente curado, el hada le cortó las alas en un arranque de locura y se fue volando con ellas, bien lejos; se las llevó como recuerdo de los días vividos.
El querubín, no acostumbrado a tener que caminar, se ampolló rápidamente los pies, y a los pocos días moría de una infección generalizada.
Sus alas decoran hoy en día el living de la que fue su amada.
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(05/08/08)

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Un querubín se le presentó al hada. Le preguntó qué es lo que quería. Ella, que lo estaba esperando desde hacía un buen rato, lo miró con ojos perversos y aulló: -¡Tu corazón sangrante!
En un segundo le entierra una mano en el pecho y le extrae el corazón; dos mordiscos y el corazón desaparece en su boquita de dientes filosos.
El querubín cae muerto.
El hada se limpia la sangre del mentón con el dorso de sus manos, estira y agita las alas, y levanta vuelo hacia el horizonte; hacia otras historias; hacia otros corazones.


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-¡Acá no queremos místicos! –gritó el falso mesías levantando un crucifijo en alto.
Y le llovieron corazones rotos desde todas partes.
Cuando por fin el falso mesías dejó de vivir, se encendieron las luces del teatro.
El público se retiró enojado, pidiendo a coro que les devuelvan el importe de la entrada, y los corazones.


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-¡Acá no queremos místicos! –grita el falso mesías, blandiendo en alto la cabeza sangrante de Juan el Bautista.
Deja caer la cabeza y la patea como un arquero que saca. La cabeza vuela por sobre el público dando giros, salpicando sangre a más de uno. El falso mesías desaparece en una nube de humo que explota, y las luces se encienden.
El público abandona el teatro en silencio, impresionados por la calidad de la obra, y las dotes actorales de Juan.

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-¡Acá no queremos místicos! –grita el falso mesías, blandiendo en alto su corazón sangrante.
El público comprende que están presenciando una escena única e irrepetible, y es tanto el entusiasmo que no esperan al final de la obra: suben enardecidos al escenario y, aunque el actor lucha por resistirse, logran sacarlo en andas del teatro.
Marchan en procesión por la avenida principal vitoreando su nombre, siempre con él en andas, rumbo al cementerio municipal.
El actor sabe que lo van a enterrar vivo, pero se deja hacer: comprende que está viviendo una escena única e irrepetible.

Pero lamenta que el corazón haya quedado sobre el escenario: hubiera preferido morir con su corazón dentro.

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-¡Acá no queremos místicos! –grita el falso mesías, blandiendo en alto la cabeza degollada de un gato negro.
El público no entiende que eso es una obra: suben todos al escenario, enardecidos, y descuartizan al actor en un par de minutos. Cada uno se lleva a su casa un pedazo, a modo de recuerdo, a modo de trofeo.
Luego de que se encienden las luces y el público abandona la sala exhibiendo con orgullo sus trofeos, en el escenario sólo quedan la cabeza del gato, y el corazón del actor, que dá sus últimos latidos.

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-¡Acá no queremos místicos! –grita el falso mesías, blandiendo en alto la cabeza degollada de un gato negro.
El público no entiende que eso es una obra: suben todos al escenario, enardecidos, y descuartizan al actor en un par de minutos.
Cada uno se lleva a su casa un pedazo, a modo de recuerdo, a modo de trofeo:
Un viejo se lleva la espina dorsal: armará un bonito bastón.
Una gorda se lleva el hígado: preparará a su marido un rico paté.
Un joven actor se quedó con el cráneo: practicará Hamlet.
Una niña se lleva el ojo izquierdo: buscará durante toda su vida el ojo derecho.
(Pero sin éxito: el ojo derecho fue aplastado en pleno frenesí descuartizador por la gorda que preparará el paté: La niña muere frustrada.)

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(03/08/08)
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No importaba dónde dejara él su corazón: ella siempre lo encontraba. Lo encontraba, jugaba con el corazón un rato e, inevitablemente, en determinado momento de su juego, se le caía al piso y estallaba el corazón en pedazos, o con una aguja de tejer le hacía varios agujeritos por los que la sangre salía de a chorritos, o lo cortaba en trocitos con la cuchilla de la cocina para dárselo como cena al gato, o lo picaba para prepararse una rica hamburguesa, o lo apretaba con tanta fuerza que el corazón reventaba como un globo de cumpleaños.
Ya cansado él de tanto remendar su corazón, fue que decidió guardarlo en un cajón de la bonita cómoda de madera que heredó de su abuela.
Colocó con cuidado su corazón en el cajón, dejó el cajón ligeramente abierto, y corrió a esconderse bajo la cama.
Cuando ella introdujo su mano en el cajón, salió él de su escondite y, en un movimiento ágil e inesperado, le dio tremenda patada al cajón, cerrándolo de golpe, como una guillotina.
Ella salió aullando con su mano en alto, ensangrentada.
Él se fue, muy contento, a la heladería, a tomarse un helado.
Y el corazón se quedó para siempre con la punta de los deditos de ella, haciéndole deliciosas cosquillas, en la oscuridad del cajón.

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(02/08/08)


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Ya casi era noche cuando recogió el último pedacito de su corazón.
Se levantó y caminó con los pedacitos en los bolsillos de su saco, a excepción de un fragmento de mayor tamaño que el resto, un fragmento lo suficientemente grande como para latir por sí mismo.
A ese fragmento lo llevaba entre sus manos, juntas, como si cargara agua.
Pasó frente al pianista de la plaza y, escuchando su melodía, mientras miraba latir a su pedazo de corazón, pensó: –Tendré que tener más cuidado adonde dejo esto la próxima vez.
Dejó caer un par de monedas cerca del piano y siguió caminando, rumbo a la mercería.


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(26/7/08)
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Un querubín se le presentó al hada. Le preguntó qué es lo que quería. Ella, que no lo esperaba, sorprendida, sin estar segura, bajó sus ojos, se miró los pies, y contestó: -Nada.

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(11/05/08)

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En el tren de Bologna a Venecia. A mi derecha dos africanos hablan en un dialecto muy musical. Esporádicamente intercambian palabras en inglés, y cuando hablan en inglés pronuncian las erres como tambores que redoblan. El sol, entre los árboles y postes, parpadea en la ventana. Por los parlantes una voz simpática anuncia que la próxima parada es San Pietro di Casalle. El tren empieza a frenar. Uno de los africanos se pone unos lentes pequeños, abre un libro y, antes de empezar a leer, acerca su cara al vidrio y mira por la ventana. Y todo el tiempo, voy pensando en vos.

Una jirafa en la ventana - Novela (2006, novela inconclusa, dedicada a Álvaro y a Florencia) / Fragmentos

Parte 1: Una Jirafa en la Ventana


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-¿Qué ves acá? –me pregunta el psicólogo, señalando una hoja en la que con un marcador anaranjado acaba de dibujar algo.
Me acomodo en el sillón, primero hacia delante y luego hacia el respaldo, tomando distancia del dibujo. Sonrío nerviosamente, un poco decepcionado, pues lo que hay en la hoja no es lo que esperaba: lo que hay en la hoja son diversos círculos anaranjados de diversos tamaños.
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El psicólogo agarró de la mesita que tiene a su lado un bloc y un marcador, y comenzó a dibujar algo en el bloc. Cuando lo destapó, vi que el marcador era naranja, pero que, sin embargo, la tapa era la correspondiente al marcador rojo.
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El psicólogo agarró un bloc y un marcador de la mesita que tiene a su lado. En la mesita esa, redonda, baja, pequeña, hay un recipiente marrón con varios marcadores de distintos colores. Imagino que los usa mucho en sus sesiones con niños. El marcador que agarró tenía una tapa roja; blanco, el resto del marcador, salvo la punta, llamémosle, trasera; esa parte era naranja. Y si bien la punta, en un principio, me dio la pauta de que era rojo, el marcador era naranja; lo comprobé al verlo destapado. Entonces miré hacia dónde estaban los demás marcadores, mientras el psicólogo dibujaba algo en su bloc, aparentemente muy entusiasmado, y mirando el marcador que tenía la tapa naranja puesta, pensé: -He ahí al marcador rojo.
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Ayer pasó M. a visitarme. Era tarde, ya pasada la medianoche, cuando sonó mi celular y vi su nombre titilando en el visor. M. que me llamaba para preguntarme si podía pasar a darme un beso. Que estaba en una reunión con amigas, cerca de casa, y que si podía pasar a darme un beso. Al rato me encontraba abriéndole la puerta. El taxi que la trajo arrancó calle arriba mientras M. me saludaba sonriendo. Al darle un beso en el cachete sentí levemente olor a cigarrillos; aunque también olía a chicle, chicle de frutas. Antes de entrar y empezar a subir las escaleras me entregó una botella de cerveza envuelta en una bolsa plástica.
Una vez instalada en el sillón del living se dedicó a hablar. Hablar y hablar; y hablar. Yo me acomodé en el puff, frente a ella; y desde allí acogía a cada una de sus palabras. Primero habló sobre una amiga, la amiga por la que se habían reunido todas en un restaurante cerca de casa. Esa amiga acababa de publicar un libro, un libro sobre el mercado bancario, un libro basado en su tesis de grado. Una amiga que no hace tanto conoce pero que es como una hermana, una amiga que está por emigrar a Irlanda, donde consiguió un gran puesto de trabajo en un banco internacional.
Mientras me explicaba toda una serie de pormenores relativos al libro y la presentación y la dedicatoria que la amiga le había escrito en el libro, yo observaba el libro que para ese momento ya había ido a parar a mis manos. Observaba la calidad de la encuadernación, y recorría las hojas de manera salteada, mirando gráficas y tablas, y esporádicamente leyendo frases aisladas. Luego me dediqué un rato largo a mirar la foto en la que aparecía la mentada amiga flanqueada por otros dos jóvenes, coautores, junto a ella, del libro. Y siendo más específicos, lo que observaba con cierto entusiasmo, era el pecho de la autora: allí una camisa blanca estaba lo suficientemente desabotonada como para comenzar a insinuar el nacimiento de los pechos. Observaba eso y también miraba la cara de la amiga intentando leer si era atractiva o se trataba solo de una foto bien tomada. Y mientras todo esto se sucedía, M. hablaba y hablaba, hablaba y hablaba…
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No recuerdo de qué estábamos hablando en el momento ese en que al psicólogo le vino el arranque de agarrar el bloc y el marcador y ponerse, frenéticamente, a dibujar. Y dado su historial como dibujante, dibujante bastante reconocido, dibujante cuyos dibujos yo admiraba siendo niño, debido a ese historial, y debido también al tamaño inconmensurablemente descomedido de mi ego, fue que, muy emocionado, realmente muy emocionado, mientras me acomodaba en el sillón y lo miraba dibujar de reojo, pensé: -Está haciendo una caricatura mía.
Creía que algo, un gesto, un movimiento particular que yo habría realizado mientras hablábamos, o tal vez la forma en que me iluminaba los contornos del rostro la luz que entraba al cuarto por la puerta ventana, alguna cosa semejante, creía yo, era la causa original de ese súbito deseo suyo de ponerse a dibujar; a dibujarme a mí. Claramente podía ver, mientras mantenía un silencio sagrado y lo miraba dibujar, claramente podía ver el momento en que daría vuelta la hoja, muy sonriente y orgulloso, y me enseñaría la obra terminada: una hermosa caricatura mía en trazos naranjas.
Pero estaba equivocado.
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-Y qué sentís al respecto –me preguntó el psicólogo, refiriéndose al hecho de que mi padre, su señora y mi hermana pequeña me vendrán a visitar en menos de un mes. Y ante la imposibilidad mía de ofrecerle una respuesta que le resultara adecuada, le pedí que me diera un ejemplo de qué tipo de respuesta se da a una pregunta semejante, y como no lo hizo le pedí que me contestara, para formularme un ejemplo, qué sentiría él si su madre lo fuese a visitar el próximo domingo para almorzar juntos.
-Mi madre murió –me dijo. Y al decirlo su rostro cambió radicalmente. Inclusive su barba adquirió cierta rigidez. En mí también hubo algo que cambió de modo instantáneo, y sin saber qué decir, y sin darme cuenta de lo que le decía, le pregunté: -Pero cómo, ¿si la semana pasada estaba viva?
(...)
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Entro al apartamento de Florencia y la encuentro en el living en plena faena sexual con Raúl. Él está arriba y ella abajo. Completamente desnudos los dos. Raúl gime al compás de las embestidas. Ninguno de los dos nota mi presencia. Superado el sobresalto inicial, saco el arma de debajo de la chaqueta de cuero y le apunto a Raúl en la cabeza. Pero demoro en apretar el gatillo, me quedo observándolos en silencio por varios segundos. Demoro lo suficiente como para notar que Florencia no goza tanto como gozaba conmigo. Entonces guardo el arma en su lugar y salgo del apartamento caminando lentamente y silbando bajito.
*

Entro al apartamento de Florencia y la encuentro en el living, haciendo el amor con Raúl. Él está acostado, extendido sobre la alfombra persa, mientras ella lo cabalga con suavidad. Superado el sobresalto inicial, sacó el arma de debajo del saco y le apunto a Raúl en la cabeza. Ninguno de los dos nota mi presencia. Siento algo que me roza una pierna, al bajar la vista encuentro a Isis, la gata de Florencia, que se frota contra mi pierna derecha y mira hacia arriba, pidiendo mimos. Alejo a Isis empujándola con la pierna, y me concentro en el revolver, en apuntar bien. Cierro un ojo y, con la frente de Raúl en la mira, aprieto el gatillo una y otra vez. Entonces, al escuchar como golpea repetidamente el percutor, recuerdo que olvidé cargar el revolver. Recuerdo también que dejé las balas en casa, sobre la mesa de la cocina. Bajo el arma.
Mientras tanto ellos alcanzan un momento de elevado gozo. Gimen los dos de placer y el momento del éxtasis se anuncia como algo cercano. Me bajo el pantalón y también el calzoncillo. Cambio de mano el arma y comienzo a masturbarme. Alcanzo el orgasmo tan solo unos segundos después de que sus cuerpos dejaron de retozar violentamente, ya cuando se extinguían todos los gritos de placer. Florencia se echa junto a Raúl, y los dos, abrazados, se quedan mirando el techo mientras sonríen tontamente.
Me visto, guardo el revolver en un bolsillo del saco y voy hacia la puerta. Salgo al hall y entonces, mientras entorno la puerta, observo que en el piso, frente a donde yo estaba parado, ha quedado un pequeño charco formado con mi semen; detrás asoma la figura de Isis que avanza sigilosa mientras saca la lengua y se relame.


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Entro al apartamento de Florencia y la encuentro en el living, de rodillas, practicándole sexo oral a Raúl. Lleno de rabia saco el revolver y le apunto a la cabeza de Raúl, quien aparentemente no se ha dado cuenta de mi ingreso y cierra los ojos mientras esboza una lujuriosa sonrisa. Pero cambio de idea, y antes de apretar el gatillo le apunto a la cabeza de Florencia, y le grito: –¡Flo, sacá ya la cabeza de ahí!
Cuándo Flo saca la cabeza, sonrío lujuriosamente, y empiezo a disparar.


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Entro al apartamento de Florencia y la encuentro en el living en pleno acto sexual con Raúl. Raúl la está bombeando, con violencia, por detrás, en estilo perrito. Florencia gime de placer mientras él se afirma tomándola de los hombros. Al principio ninguno de los dos nota mi presencia, pero al cabo de unos segundos los dos giran a verme: al unísono sonríen y luego se muerden los labios y me hacen un gesto con las cejas. Lleno de furia saco el revolver y empiezo a disparar hasta vaciar el arma.
Cuando se disipa la nube de pólvora logro verlos nuevamente: Raúl está sentado en el sillón leyendo el diario. Ahora viste un traje azul. A sus pies juega una niña de pelo negro, brillante y ondulado. Florencia está en el otro sillón, también vestida. Está muy concentrada escribiendo algo en unas hojas. Me da la impresión de que lo que hace es corregir exámenes o parciales.
La pared entre los dos sillones ostenta cinco humeantes agujeros de bala. Busco un sexto agujero pero no lo encuentro. Bajo el arma y les pido disculpas, pero es como si no me oyeran, siguen los tres en lo suyo. De pronto siento temor de que la bala perdida haya impactado o lastimado en algún modo a la niña. Pero al mirarla jugar compruebo, aliviado, que la niña está ilesa. Alzo la vista, y es entonces cuando advierto que de los agujeros en la pared ha comenzado a brotar un líquido oscuro y espeso; líquido oscuro y espeso que cae lentamente y que de un momento a otro manchará la alfombra Persa. Asustado ante la idea de que me hagan limpiar la alfombra, o que incluso me hagan pagar una tintorería, guardo el arma y salgo corriendo del apartamento a toda velocidad, sin siquiera cerrar la puerta principal.


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Entro al apartamento de Florencia y la encuentro en el living en pleno acto sexual con Raúl. Él está arriba y ella abajo. Completamente desnudos los dos. Raúl gime al compás de las embestidas. Ninguno de los dos nota mi presencia. Superado el sobresalto inicial, saco el arma de debajo del saco y le apunto a Raúl en la cabeza. Pero demoro en apretar el gatillo, me quedo observándolos en silencio por varios segundos. Me quedo observando cómo se besan apasionadamente, cómo Florencia lo besa y cierra los ojos, y como los ojos le brillan cuándo vuelve a abrirlos. Entonces apunto el arma a mi cabeza, pero demoro en apretar el gatillo; demoro en apretar el gatillo porque me he roto a llorar y no logro detener un torrente inmenso de lágrimas que bajan mojándome la cara y el pecho, y que pronto comienzan a formar un charco en torno a mis pies; demoro en apretar el gatillo ante la emoción que me despierta verme llorar de este modo.
(...)

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Cuando estaba terminando ya mi rutina de natación, completando mis cuarenta piscinas, aparecieron un puñado de simpáticas personitas de no más de cinco años, acompañadas por un par de adultos mujeres, que supuse serían las profesoras de educación física del jardín de infantes al que las simpáticas personitas concurren, o acaso profesoras del club. Las profesoras dedicaron los primeros minutos de la actividad a atarle a cada personita un flotador de esos de plástico que se llevan en la cintura y forman como una baja joroba.
Cuando se acercaron a mi extremo de la piscina, ví que una de las profesoras era rubia, y su cuerpo no estaba mal; sin llegar a estar bien, al menos no estaba mal. Aunque sin los lentes no lograba verle bien la cara; no lograba verle bien la cara pero los trazos borrosos que veía no la ponían precisamente dentro del sitial de posible amor de mi vida.
En todo caso no le presté gran atención, puesto que mi atención se la robó una de estas personitas. Una de sexo femenino, que marchaba siempre delante de sus seis o siete compañeritos de grupo, vistiendo una maya gris con adornos rosados en los hombros, y usando una simpática gorra de baño de gruesas franjas verticales rojas y amarillas, y unas aún más simpáticas gafas verdes. Unas gafas verdes, redondas, que eran demasiado grandes para su carita, lo que aumentaban bastante la simpatía que su imagen me irradiaba. Fue la primera en lanzarse al agua no bien la profesora rubia dio la orden. Saltó con gran decisión y cayó muy vertical en el agua, y todo su accionar demostraba una enorme capacidad de energía almacenada.
Bien flaquita, la piel blanca, la cara de rasgos marcados, el pelo negro, brillante y levemente ondulado. Precioso mentón y nariz pequeñita. Imaginé, al verla, cómo sería ser el padre de semejante personita. Mientras caminaba por el borde de la piscina para repetir el salto, me la imaginaba interactuando en diversos momentos del día con sus padres, al momento de vestirla para ir al jardín, luego en la mesa en el desayuno, o jugando en un parque.
Era igual a Florencia pero en chiquito. Y era igual a cómo me había imaginado a la hija que íbamos a tener con Florencia. Yo estaba convencido que primero tendríamos una niña. Florencia se encargó de elegirles los nombres: Camila la nena, Gerónimo el varón.
Y ahí estaba Camila, en la piscina, entreteniéndose con las actividades recreativas que les imponían sus profesoras. Ahí estaba Camila, antes de nacer, y ya cuando nunca nacería. Y ahí estaba yo, mirándola.
(...)

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Hoy, en la terapia, descubrí que en realidad no es rojo el marcador que tiene la tapa naranja. Ni lo es, ni lo fue nunca. Es violeta. Es el marcador violeta con la tapa del marcador naranja, y viceversa. Hoy saqué eso en limpio de la terapia, eso y algo sobre que aparentemente necesito de la familia, pero que no encontraré lo que necesito en la mía, puesto que la mía ha atravesado por algo parecido al Big-Bang (al menos según mi psicólogo, y puede que tenga algo de razón). Y en más de una oportunidad repitió, mi psicólogo, esa imagen, y con bastante entusiasmo: una pierna sobre la otra, cruzadas, apoyando una gran bota de cuero marrón cerca de la rodilla de la otra pierna, y sus manos abiertas que se alejan mientras su boca rodeada por barba negra pronuncia: Big-Bang. Aparentemente así fue el asunto; aparentemente así fue el inicio de todo.
(...)
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Luego de no encontrar a ninguna prostituta en ninguna parada cerca de casa, me fui a jugar al pool. Dos fichas.
-¿Dos fichas? –me preguntó la cajera cuando me le acerqué, sin que yo le dijera nada, alejando la vista de las cartas que sostenía en una mano sobre el mostrador.
-Dos fichas –le contesté a la cajera, una mujer con el pelo crespo, la piel mate y rasgos algo indígenas, que estaba jugando a las cartas con un tipo de apariencia bastante sospechosa (de psicópata), bajo, algo pelado y con lentes gruesos, que también sostenía varias cartas en una de sus manos.
Y la cajera dejó caer dos fichas en mi mano derecha, sobre uno de los abrigados guantes grises que me regaló mi mamá.
Dejó caer dos fichas y luego agregó un comentario que me tomó por sorpresa (aunque, ahora que lo pienso, era previsible que tarde o temprano viniera un comentario semejante). Me tomó por sorpresa porque estaba muy concentrado en la música, en un tema que se repetía en mi hermoso iPod por algo más de una hora para ese entonces –“The book of life”, de Peter Gabriel (un tema con una melodía desarrollada por violines, un tema muy espiritual, muy que tira para arriba, a la vez que contiene una adecuada y muy sana dosis de melancolía).
Las fichas en mi mano, y mientras la cierro, la cajera, muy seria, y con un tono simpático, tomándome por sorpresa, en un sublime acto de elaborado y sutil uso del arte de la ironía, me pregunta:
-¿Y, cómo marchan esos partidos, llevás muchos ganados?
(...)
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Persiste el asunto del miedo irracional a la hora de irme a dormir. Acabo de ir al living a prender el equipo de música bajo la opción de apagado automático veinte minutos después, y programarlo, a su vez, para encenderse automáticamente mañana a las 7:59 a.m., y sentí miedo de encontrarme del otro lado del vidrio de las puertas que dan al patio interior, con una oscura figura de dos metros y cabeza grande y ovoidea, merodeando por mi patio, avanzando rumbo al living, rumbo a mí, en actitud amenazante. Estúpida película. Estúpido yo.
Debería de contárselo al psicólogo. Debería, pero sé que no me va a dar bola. Hasta mañana
(...)
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Entro al apartamento de Florencia y, para mi total sorpresa, la encuentro en el living jugando a las cartas con Juana Valentina. Ninguna de las dos nota mi presencia. No comprendo qué diablos está haciendo Juana Valentina allí, por lo que decido hacerme hacia el pequeño mueble que hace de biblioteca, y quedarme ahí, escondido. Juegan a las cartas y toman el té. Juegan al póquer. Juegan al strip tease póquer.
Fascinado ante semejante espectáculo (Juana Valentina está de espaldas, acaba de perder su mano y se está quitando la remera, mientras que Florencia, por su parte, ha quedado completamente desnuda de la mitad para arriba y enseña sus preciosos pechos con suma naturalidad), la respiración se me hace agitada y los latidos del corazón se disparan como perros de carreras. Juana Valentina pierde otra mano (sonrío alegre, festejando las habilidades del Florencia para el juego, habilidades que desconocía completamente), por lo que se saca la última prenda que protege la desnudez del torso: el sutién. Lleva las manos hacia la espalda, inclinándose apenas hacia delante, y en una expeditiva y precisa maniobra, libera el sutién y éste se abre rápidamente enseñándome la espalda desnuda.
Florencia ni siquiera le mira los pechos a Juana Valentina, muy concentrada en la tarea, mezcla las cartas con la habilidad de un groupier profesional (o, cuando menos, con la misma habilidad con que barajaba las cartas mi abuela Pirucha cuando jugábamos al rumy).
Entonces suena el timbre. Florencia se para y viene hacia la puerta (sus pechos se balancean suavemente al compás de su andar; lleva una mirada neutra, esa que tiene cuando esta enojada, o muy concentrada). Empiezo a pensar en posibles excusas que suenen lo suficientemente convincentes como para justificar mi furtiva presencia, acá, atrás del mueble. Sin embargo pasa a mi lado como si ni me viera; aparentemente eso es lo que sucede: no me puede ver. Giro hacia la puerta a ver quién es. Florencia abre y aparece Raúl. Raúl entra y la saluda dándole un beso en la mejilla. Apenas lo veo le grito:
-¿Y vos qué carajo estás haciendo acá? Se terminó pibe, entendélo… Andate con tu ex mujer, acá no tenés nada que hacer –pero aparentemente tampoco me puede ver, y, lo peor de todo, tampoco me puede oír (sería buenísimo eso de que no me viera y sin embargo poder gritarle toda una sarta de fabulosos insultos: su cara se transformaría en mil expresiones de espanto, y con un poco de suerte, luego de escuchar tenebrosas voces fantasmales, abriría la ventana que da al patio interior y saltaría por ella).
Antes de que Florencia cierre la puerta entra otra persona, se trata de mi amigo “X”. Esto me deja perplejo ¿Qué tiene que hacer “X” en lo de Florencia? ¿Y por qué Raúl insiste en aparecer si es que ya le dieron salida?
Cuando Juana Valentina se para a saludar a mi amigo, todo me queda claro: se dan un beso en los labios, un beso excesivamente lascivo y excesivamente largo (lo único bueno del saludo fue poder verle los pechos a Juana Valentina; pequeños pero bonitos).
Todo me queda claro. Pienso en agarrar el revólver y empezar a disparar, fuego a discreción. Pero lo cierto es que me olvidé el revólver en la relojería, y que en el fondo no tengo ganas de dispararle a nadie.
Raúl, mientras pasa frente a mí rumbo a la mesa, le pide a Florencia “agua para el mate”, y luego él y mi amigo toman asiento, a la mesa, uno frente al otro, en sentido trasversal al que tenían las chicas. Juana Valentina se les une, regresa a su lugar. Florencia va hasta la cocina, imagino que a buscar “agua para el mate” (el mate no se ve por ningún lado, por lo que imagino que también traerá de la cocina un mate con yerba y bombilla –aunque sobre el mate, la yerba y la bombilla, Raúl no ha dicho nada).
Cuando Florencia regresa de la cocina, con un termo (pero sin mate y sin yerba y sin bombilla), no bien toma asiento en su lugar, empiezan los cuatro a jugar, pero ahora ya no son cartas, ahora es ludo: hay un tablero de ludo en el centro de la mesa y Raúl ya ha arrojado los dados y estos giran sonando ruidosamente sobre el cartón.
Como me aburre el ludo sobremanera, principalmente cuando no lo juego, decido irme a tomar un helado en la heladería más próxima. Voy hasta la ventana que da al patio interior, la abro, me subo al borde, y salto. Es entonces, mientras el viento me despeina y el piso del patio con sus pequeñas baldosas amarillas se acerca velozmente, que recuerdo que esta mañana olvidé cargar el paracaídas en la mochila.
(...)
*
Entro a la casa de Florencia, algo cansado, con un fuerte dolor de cabeza, ese tipo de dolor de cabeza que duele bajo los ojos y en la frente. Apenas doy unos pasos en el living me detengo, me detengo a pensar qué es lo que estoy haciendo yo allí, si allí yo ya no tengo más nada qué hacer. Mientras pienso en eso, veo que a la mesa del living está sentada Juana, almorzando. Come papas hervidas. Sentada muy recta contra el respaldo de la silla y con muy buenos modales come papas hervidas. Las come masticándolas lentamente, y sin quitar la vista de la pared. Tal vez esté mirando el póster que Florencia tiene de un cuadro de Frida Kalho. Le hablo pero no me responde. Es como si no supiera que estoy aquí. No comprendo, tampoco, qué hace Juana, o Valentina, o como se llame, en casa de Florencia, pero lo tomo como un mensaje del destino, pues precisamente la andaba buscando.
Cuando Juana está por cerrar la boca para comenzar a triturar un pedazo de papa que lleva en el tenedor hasta su boca, saco el control remoto del bolsillo interno de mi gabardina y aprieto “pause”. Inmediatamente Juana queda congelada, con la boca abierta y la papa rozando sus labios.
Voy hasta los cuartos y la cocina, y el baño, recorro toda la casa pero no encuentro a nadie. Solo encuentro a Isis, que se ve que sufrió también el efecto del control remoto, pues estaba dura, como congelada, en el aire, aparentemente bajando de un salto desde una cajonera celeste que hay en el corredor y bajo la que está acomodada su camita y sus platos con comida y agua.
Estaba casi a un metro del piso, con las patas y la cola estirada, aguardando por el dilatado encuentro con el piso frió del corredor, y tuve que ejercer bastante fuerza para desengancharla de ese lugar, como si el aire luchara por retenerla allí. La agarro con una mano y me la llevo al pecho, sujetándola con un antebrazo, como si fuera un bebé. Con la otra mano le hago unos mimos en la cabeza mientras regreso al living (su pelaje gris no quedó congelado, su pelaje gris es tan suave como siempre).
Al llegar junto a Juana apoyo a Isis sobre la mesa, con cuidado. Le quito a Juana el tenedor, luego de forcejear un poco para hacerlo resbalar por entre sus dedos, y me llevo el tenedor a la boca y le doy una probada a la papa. Para mi gusto está un poco fría y falta de aceite de oliva, y nada mal le vendría un poco de pimentón, o cuando menos un poco de perejil. Termino de masticar y apoyo el tenedor sobre el plato. Juana está petrificada, con la boca abierta, esperando por su papa. Me coloco los auriculares y selecciono en mi iPod “Where the wild roses grow”, de Nick Cave, y subo el volumen al máximo. Luego busco en el bolsillo interior de mi gabardina, hasta que finalmente encuentro la granada. Coloco la granada en la boca de Juana, como si fuese un huevo, como si fuese a comérsela, y cuando queda fija le quito el seguro. Agarro a Isis, y con pasos rápidos, pero sin correr, me alejo hacia la puerta.
Antes de salir presiono otra vez el botón de “pause” de mi control. Inmediatamente Isis se agita en un movimiento raro (tal vez termina su salto), y cuando deja de agitarse reacciona mirándome con sorpresa y queriendo subirse a mis hombros. Imagino que Juana se habrá llevado su mano vacía hasta la boca, pero eso no lo veo pues ya voy bajando por la escalera. Cuando llevo bajados nueve escalones de la escalera que da al palier de la planta baja, el piso tiembla levemente. Al llegar a planta baja, encuentro a dos personas asomadas a las puertas de sus apartamentos, que miran hacia arriba, hacia el ducto de la escalera. Por las dudas de que ellos sí puedan verme, los saludo educadamente.
-Buenas tardes, que tengan un gran día –les digo, y me llevo una mano a la frente mientras recuerdo que debería de ir a una farmacia, a comprar aspirinas.
(...)
*
Hace unos minutos sonó el timbre. Muy entusiasmado me asomé a la ventana, para ver desde allí quien estaba abajo, tocando el timbre. Mientras abría la ventana el corazón latía acelerado: estaba convencido que era Florencia, Florencia que me pasaba a visitar antes de ir a su taller de cerámica; como antes. Por eso estaba muy entusiasmado mientras me asomaba a la ventana.
Resultó ser la abogada de mis hermanas, que está tramitando el desalojo por vencimiento de contrato al inquilino que ocupa el apartamento de mis hermanas. Bastante linda, lindos ojos, linda carita. Me saqué un chaleco que tenía puesto, ya que pensé que quedaría mejor con la remera que tenía debajo, y bajé a abrirle. Me tenía que dar un documento. Estaba más delgada que la última vez que la había visto. Y estaba como apagada. Al poco rato de conversar me dijo que estaba deprimida. Se quedó sin trabajo hace algunos meses y debió regresar a lo de sus padres pues las cuentas no le cerraban para vivir sola. Le pregunté si no había pensado ir a terapia. Me contestó que precisamente venía de su primera cesión. Quedaba aún más bonita con ese aire de tristeza envolviéndola. Sentí muchas ganas de consolarla. La invité, pero no quiso, subir a tomar un té. Debí insistirle, o directamente decirle que hacer el amor conmigo, en ese momento, le sentaría de maravilla, que incluso después podría, también, tomar, si así lo quisiera, un poco de té.
La nariz respingadita, los ojos azules, algo caídos y rasgados, finitos, el pelo castaño claro, lacio, cayéndole a los costados del rostro, todo en ella como siempre, pero más delgada y empapada en cierta fragilidad. Se fue con su abrigo negro calle arriba. Lo último que le dije fue que si quería un día me llamara para salir a “tomar una cerveza”, seguido por un comentario estúpido que intentó, sin efecto, ser algo gracioso, algo sobre que no fuera a tirarse de ningún puente, que siempre sale el sol (y al decir esto miré el cielo por encima de su cabeza: un día absolutamente gris, cerrado de nubes, un día en el que del sol no hubo el más mínimo rastro, un día que en realidad invita a reflexionar sobre si acaso el sol volverá a salir alguna vez).
La miré algunos segundos mientras su figura se iba achicando calle arriba, y luego cerré la puerta y subí las escaleras y volví a mis quehaceres del día (que mayormente han sido: escribir).
La abogada de las nenas que está deprimida. Todo el mundo anda deprimido en estos días. Me pregunto si no habrá una epidemia.
(...)
*
El paracaídas no impidió que sintiera el impacto en las piernas al aterrizar sobre el pavimento de 18 de julio. Un ómnibus casi me atropella, pero logré esquivarlo quitándome el paracaídas y saltando hacia la acera dando cabriolas en una reacción y gracias a unos reflejos dignos del mejor. Un taxista lanzó un pavoroso insulto sacando la cabeza por la ventanilla, pero ni me inmuté, pues no logré descifrar si el insulto me tenía a mí como destinatario.
En la acera algunas personas se asustaron al verme con mi uniforme negro. Otras se asustaron por el cinturón repleto de granadas. Hubo quienes se asustaron por ósmosis, debido al susto de las otras que se asustaron por las causas ya descriptas. Y hubo también personas que nunca terminaron de comprender que algo poco usual estaba pasando allí, frente a sus ojos.
Dos ágiles cabriolas más y caí dentro de la librería. Aterricé sobre una mesa repleta de ofertas; varios libros fueron a dar al suelo, pero esto no me impidió mantener una postura de atención sigilosa, con las rodillas flexionadas y las manos en el fusil.
Un vendedor se acercó echando una rápida mirada a los libros en el suelo, con cierta molestia no disimulada; acomodando un par sobre la mesa me preguntó en qué podía ayudarme. Le dije que necesitaba hablar con el responsable, salte dando una vuelta carnero, caí a sus espaldas, y le susurré al oído: apúrese, es un asunto de vida o muerte. Tal vez impresionado por mis dotes y mi agilidad física, o acaso intimidado por la leve presión que ejercí en su nuca con el caño del fusil, salió rumbo a la caja caminando con bastante celeridad.
Una gorda enorme con unos labios pequeños embadurnados de carmín se acercó y me preguntó dónde estaban los clásicos franceses; sin tener realmente idea de la respuesta, pero confiando en que la primer respuesta que se me cruzase por la mente sería la correcta, le dije, muy cortésmente, que al fondo a la derecha, en los estantes superiores. La gorda miró hacia el fondo e hizo una mueca de incomprensión frunciendo los exageradamente pintados labios, y me miró con un brillo de duda vibrándole en los ojos negros. Tuve que insistirle, que al fondo a la derecha en los estantes superiores, y entonces sí partió y me dejó tranquilo. Al ver cómo se alejaba su ominosa figura vi que al fondo a la derecha estaba el bar y no había estantes allí, ni superiores ni inferiores. Tal vez no tuvieran más clásicos franceses, pensé.
En eso noto que me tocan el hombro. Un hombre pequeño, algo calvo, con unos delicados lentes para leer de cerca colgándole en el pecho gracias a una cuerdita negra que le envolvía el cuello. El vendedor estaba al lado acomodando los libros de la mesa de ofertas, observándonos de reojo.
-Usted es el responsable –le pregunté.
-Soy el encargado –me contestó mientras tomaba los lentes y acercándolos un poco a la cara comprobaba, mirando la nada, si estaban adecuadamente limpios.
-Comprendo –dije, e insistí– ¿Pero, usted es el encargado y el responsable, o hay acaso alguien a quien usted pueda culpar por lo que aquí sucede? –me miró con los ojos grandes mientras frotaba una pequeña franela blanca contra uno de los cristales de su lente, y comprendí entonces que no me había comprendido. Traté de ser más directo.
-¿Ese póster que está ahí, ese que promociona la última novela de Paulo Coelho y lo presenta como el mejor escritor del siglo, es o no usted la persona responsable?
-Ah, el póster, si si, ese póster… -dijo señalando vagamente la vidriera utilizando los lentes y deteniéndose a la mitad de su frase.
-¿Entonces es usted? Usted ordenó que lo pusieran allí –dije mirándolo fijo, dejando a las palabras formarse lentamente, pero con firmeza.
El responsable me mira con los ojos titilantes y duda por un instante, una gesto ínfimo, una expresión que bien podría pasar desapercibida pero que logré capturar, luego de la cual me responde: -Si, pero dígame, qué desea. ¿Quiere comprar la novela?
-No realmente. No, realmente –sonriéndole mientras aprieto los ojos– Le traigo un mensaje… un mensaje de Kafka, Dostoievski, Camus, Capote, Onetti, Sallinger y de algunos otros…
El responsable abrió los ojos en un espasmo cuando las balas empezaron a alojarse en su abdomen. Cayó hacía atrás con una mueca de espanto, sobre sus piernas dobladas, aún con los lentes en su mano. Utilicé los catorce cargadores que tenía a mano. Cuando ya no me quedaron balas empecé a patearlo, y cuando me cansé de patearlo salté sobre sus lentes hasta que nada quedó de ellos, hasta que fueron solo vidrio en polvo. Luego tomé un libro de la mesa de las ofertas y le tiré un billete de cincuenta pesos al vendedor que recién terminaba de acomodar todos los libros y observaba con una mal disimulada expresión de molestia como yo iba ensuciando el suelo dejando huellas rojas tras de mí.
(...)
*
Tenía una hermosa barba. Una barba negra, tupida y larga. Todo lo que siempre he añorado. Una hermosa y tupida larga barba. Por otra parte estaba mi hermano. Mi hermano que consumía éxtasis. Y esto, lo del consumo de éxtasis por parte de mi hermano, me preocupaba sobremanera, me tenía sumamente angustiado. Temía que se muriera en una de sus noches de consumo.
Luego mi hermano, con una afeitadora eléctrica, me cortó parte de la barba, me dejó un surco en la barba, un surco en la pera. Esto me llenó de mucha más angustia que lo de su consumo de éxtasis. Tal vez porque jamás lo hubiera esperado de él, o tal vez porque era una barba tupida, larga, hermosa.
(...)
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A veces levanto la cabeza y miro las estrellas, y algunas de esas veces, al ver las estrellas, me siento todopoderoso, eterno, feliz. Siento que soy un gigante, que las casas y edificios son formas de cartón, parte de un decorado en un juego de niños, y que las estrellas están ahí, al alcance de mi mano, que fácilmente podría crecer y crecer, pasar por encima de las casas y edificios, dejar atrás el resplandor del horizonte, y juntar las estrellas con la mano mientras escucho como tintinean al chocarse unas con otras.
Pero otras veces me siento tan desgraciado e insignificante que ni siquiera tengo fuerzas para levantar la cabeza.
(...)
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Hoy fui al peluquero. Al viejo y querido Gustavo. Además de filosofar sobre el estado del mundo y criticar un poco a la sociedad uruguaya, tuve tiempo para mirar una revista de esas que él tiene en su peluquería, de noticias amarillistas sobre la farándula argentina.
Esas revistas que tienen el mal gusto de utilizar a modelos hermosas y voluptuosas posando semidesnudas hablando sobre estupideces para captar a lectores chatos y vulgares como yo.
Y en uno de esos artículos me enteré que Mike Tyson se dedicará al cine porno, y que filmará su primer película con una imponente rubia llamada Jenna algo.
Así es la cosa: uno anda por ahí, en una peluquería, cortándose el pelo, mientras el mundo sigue y sigue rodando, y produciendo las más insospechadas e inverosímiles noticias.
(...)
Parte 2: El Tenor de las Antillas


*

Salimos del puerto. Salimos de un puerto. Salimos, de ese puerto, en una calavera. Y mientras del puerto salimos en la calavera, ocupo yo mi posición, y mi posición es ir parado en la proa, ir en la proa de nuestra calavera, parado, controlando el rumbo.
Me siento sumamente feliz, tan feliz que comienzo a cantar opera. Tengo la voz de un gran tenor. Canto una opera que improviso, una opera que relata la salida del puerto y habla sobre lo bello de la mañana y del color del agua. Y todos en la calavera se emocionan con el tono de mi voz y con la letra de mi opera. Es una opera muy bella realmente, y mi voz lo es aún más. Mientras canto, acompañando con gestos de mi mano izquierda el entrar y salir del aire en mis pulmones, observo, y me deleito, con el azul del cielo, el blanco de las nubes, y el color de los ojos de las gaviotas que sobrevuelan la nave en círculos embelezadas por la belleza de mi voz.
El agua es transparente, y es por esto que puedo notar, en determinado momento, ya en los límites del puerto, una inmensa sombra que cruza frente a nosotros en dirección transversal, de izquierda a derecha, nadando a ras del fondo con elegante andar y suave velocidad. Es una tortuga gigante, y el detenerme en ella hizo que cantara dos notas un semitono más abajo del previsto, aunque esto aparentemente no es advertido por mi auditorio (el grupo de desalineados marinos que hacen navegar la calavera).
Cuando finalmente cruzamos los límites del puerto y el mar abierto comienza a insinuársenos, en ese preciso instante atravieso una puerta marrón de vaivén de doble hoja, la empujo con fuerza y salgo a un amplio corredor; y ya no hay calavera ni marinos ni gaviotas. Enfrente tengo a un hombre sentado tras un pequeño escritorio de madera; me mira como si me conociera desde toda la vida y como si me hubiera estado buscando por horas y tuviese algo importante que decirme.
Cuando estoy por preguntarle al hombre del escritorio, que continúa mirándome con urgencia, si tiene acaso algo importante para decirme, de una puerta que no había percibido sale una enana maquillada de vampiro o pulga gigante; pasa frente a mí caminando con pasos apurados, echándome una mirada circunstancial pero profunda, que me permite leer en sus ojos negros que está repasando una y otra vez su parte del guión.
Miro hacia un lado y luego hacia atrás, y veo como las paredes son levantadas y trasladadas por dos utileros, y las cámaras y el público y el director aparecen en el fondo oscuro que las paredes en movimiento van descubriendo. El director, desde su silla y con un megáfono de lata grita: “Acción”, y es recién entonces cuando me doy cuenta, aterrado, que no me sé mi parte del guión.
(...)
*

Esa mañana salimos del puerto temprano. La calavera avanzaba velozmente cortando las olas; el viento hacía crujir velas y poleas y garruchas y vigotas. Yo iba en la proa y el viento me despeinaba. Iba en la proa controlando el rumbo de la nave, cerciorándome que fuésemos efectivamente en el rumbo cierto.
Y como todo iba bien esa mañana en la que salimos del puerto, fue que hinche el pecho con el fresco aire matinal y comencé a cantar a viva voz aquella hermosa opera. Aquella hermosa opera de esa fresca mañana en que salimos del puerto con destino incierto.

14 mAh - Novela (Artefato, 2007) / Fragmentos

07:23 a.m.

La composición de lugar demora en concretarse, por unos segundos no tengo conciencia clara sobre dónde me encuentro ni quién soy; los ojos, cerrados, luchan contra una luz molesta que los ataca con furia. Me parece que soy varias personas, o que me hablo desde varias voces. La sensación que se desfigura, mientras irrigo saliva a mi boca seca y ácida, es la de que son varios individuos los que rigen mis acciones; e intentando descifrar esa sensación es que se cuela el recuerdo confuso e incongruente de algo relacionado a un ministro, a un ministro de Inglaterra –yo soy el ministro, o lo fui. Un recuerdo que tenía gran claridad unos instantes atrás, pero que actualmente no logro redondear; se me escapa; intento retenerlo, pero se me escapa. A medida que me despabilo más remoto y confuso me resulta el asunto del ministro; por el contrario, el enigma de la luz, así como el enigma del lugar adonde estoy, después de entreabrir los ojos fugazmente, han sido resueltos: estoy en el sillón azul del living y la luz del techo está encendida. De a poco empiezo a recordar: me quedé hasta tarde intentando escribir algo y después me tiré en el sillón y, por lo visto, fue aquí donde me ganó el sueño.
De pronto, una voz. Una voz inconfundible; la voz del abuelo. El abuelo me llama, casi a los gritos; pregunta cuándo es que pienso levantarme, y advierte que es el último llamado que me hace y sentencia que voy a llegar tarde. Chaval; así es como me llama el abuelo, Chaval, estampando la palabra al principio o al final de cada frase, enfatizando al pronunciarla su debilitado acento madrileño. Y su Chaval me resulta siempre muy simpático y gracioso; excepto al momento de despertarme. Mientras sus últimas palabras son tragadas por el ambiente, sin abrir los ojos, me acomodo hacia el respaldo del sillón, buscando huir de la luz y buscando una postura más relajada, y me dejo ir; y entonces el asunto del ministro regresa.
Regresa pero sigue sin esclarecerse; sé que estoy a punto de volver a entenderlo, pero no logro terminar de delinearlo. No logro terminar de delinearlo, porque al poco rato quien también regresa es el abuelo con su vozarrón. Aparentemente está un poco molesto; intuyo que hace un buen rato que está enfrascado en la difícil tarea de arrancarme de los brazos de Morfeo, porque al regresar y repetir su discurso emplea esta vez un tono de voz que fluctúa entre agresivo y desesperanzado –no hay salida, es irremediable, no queda otra opción que la de abrir los ojos; abandonar la oscura tranquilidad del sueño.
Gimoteo unas palabras para intentar calmarlo, aunque no estoy seguro de que aún esté en la sala; después tenso la cara y fuerzo los párpados, pegados y embadurnados de lagañas, y logro abrirlos. La luz de las dos bombitas encastradas en el techo me lastima la vista; me cubro los ojos con las manos. El contacto con la cara aceitosa me genera una impresión bastante molesta. Deslizo los dedos hacia la nariz; las yemas avanzan con suavidad sobre la piel que siento grasosa. Cuando el telón de las manos deja espacio a la luz de las bombitas, ya no la percibo tan intensa. De golpe, en un arrebato de responsabilidad y coraje, me siento y quedo con los pies sobre la alfombra, los codos apoyados sobre las piernas separadas, y los dedos acariciándome la cara.
Entonces me centro en la boca. La boca, primero seca y ahora húmeda, pero de saliva espesa y agria; y lo peor de todo: el aliento. Respiro por la boca, y con cada respiración baja un sabor horrible; aliento a bosta. No entiendo cómo una boca puede quedar así después de unas pocas horas de sueño, y sin embargo así es: aliento a mierda de caballo. Tal vez es un sabor que sube desde el estómago, tal vez tiene que ver con los jugos gástricos. Y mientras me masajeo la frente con la mano derecha pienso en si se trata de un aliento universal, si en China o en Botswana, la gente, al levantarse, tiene este aliento… Si será que todas las personas que conozco se levantan, aunque sea de vez en cuando, con este sabor en la lengua.
Ahora son los ojos los que me masajeo, y ahora el pensamiento es sobre Ana: me acuerdo de varias ocasiones en que al besarla, al momento de despertarnos, su aliento se parecía bastante a este mismo… Claro que en Ana todo se siente mejor.
Bostezo, estiro las piernas bajo la mesa ratona y estiro el torso, llevando los brazos hacia los hombros y arqueándome hacia atrás. Cuando termino de estirarme y bostezar me concentro en la televisión. La televisión está encendida; y en ella se ve al periodista del noticiero del canal que el abuelo mira por las mañanas.
El periodista sostiene entre las manos unas hojas blancas; su busto se eleva tras una mesa gris, los codos juntos a las costillas, un traje claro y una corbata oscura; lee una de las hojas, sin mover la cabeza, únicamente mueve los ojos, que alterna de la hoja a la cámara; y también los labios, mueve los labios, pero la voz no llega: el aparato está mudo. En el fondo de la imagen, que aparece ligeramente fuera de foco, del otro lado de un cancel transparente que está a espaldas del periodista, el ambiente aparenta amplitud; por allí hay varias personas sentadas frente a pequeños escritorios; algunas enfrentan una computadora en la que supuestamente trabajan, todas sentadas y relativamente estáticas, salvo un hombre joven en mangas de camisa que, a veces llevando papeles –por lo que supongo será una especie de mandadero–, camina entre los escritorios; el mandadero aparece por un lado de la imagen, se aproxima a un escritorio, deja o recoge algo, o simplemente se inclina a hablar con quien allí está sentado, se dirige hacia otro escritorio y lo mismo, y si se sale de la imagen es sólo por unos instantes. Más atrás aún, embutidos en la pared, doce televisores irradian destellos de tonalidad azulada –cada uno con imágenes distintas pero que por lo pequeño de su tamaño en la pantalla, y porque están bastante fuera de foco, no logran verse con nitidez.
Los pasos del abuelo, arrastrando las pantuflas por la alfombra, suenan desde el corredor y me alejan del noticiero: miro hacia mi derecha y lo veo perderse en la puerta de la cocina, el pijama celeste oscuro cubriendo la espalda amplia de hombros encorvados, la cabeza inclinada como buscando los pies, los brazos al frente, sosteniendo, supongo, el vaso largo en el que toma su yogurt con miel por las mañanas; lo último en desaparecer es la enorme cintura y los holgados pantalones –todo celeste.
En el televisor: un comercial de jabón para lavar la ropa. Un conocido conductor de televisión interroga, en el frente de una casa, a una mujer; le pregunta si está conforme con el jabón que usa para lavar su ropa; la mujer ingresa a la casa y reaparece, después de un segundo, con un par de medias blancas que exhibe con orgullo tanto al conocido conductor como a la cámara; entonces, el conocido conductor le alcanza una caja de cartón naranja (que de una escena a otra apareció de manera inexplicable en sus manos) y le propone cambiar de jabón, desafiándola a comparar los resultados; ella acepta el desafío, pero toma la caja forzando una expresión de escepticismo. En la última escena, la mujer, de nuevo frente a su casa, aparentemente sorprendida, pero muy feliz, enseña a la cámara las medias blancas de su marido –más blancas que nunca–; el plano se cierra en el conocido conductor, que gira y me habla y me señala con el índice, y después señala a la caja anaranjada de jabón que volvió a materializarse quien sabe cómo en su mano, y que sostiene ahora contra el pecho como a un bebé, mientras estira la boca y me sonríe con sorna. Por último aparece la pantalla dividida al medio, transversalmente, por una raya negra; el par de medias blancas en ambos lados –en un lado un poco grises, del otro refulgen en un blanco inmaculado. La falta de sonido hace que el comercial, que ya conozco de memoria, me resulte casi tolerable.
Me rasco la cabeza y después el mentón, y con esfuerzo me pongo de pie. Busco en la mesa ratona, rectangular, con bordes de madera tallada y un centro de mármol blanco surcado por venas color rosa viejo, el control remoto del televisor; sobre la mesa varios objetos: mi pañuelo arrugado, la revista con la programación del Cable, una servilleta de tela, un vaso vacío apoyado sobre un posavasos redondo (la cara del posavasos, que debajo del vaso se desfigura y se achica según sea el sesgo con que se mire, es un cartón impreso con la imagen, en calidad fotográfica, de una escena de baile flamenco: dos bailaoras enfrentadas, una vestida de rojo con lunares negros y la otra de negro con lunares rojos, levantan por sobre sus cabezas un brazo curvado haciendo sonar las castañuelas, y con el otro brazo, a la altura de la cintura, recogen sus vestidos típicos, por lo que debajo de las amplias faldas pinzadas aparecen unas bellas pantorrillas y unos zapatos negros de tacos medianamente gruesos; el guitarrista, un hombre maduro con la piel cobriza, con camisa negra de seda abierta en el pecho y el pantalón también negro, con una faja roja en la cintura, aparece en medio de las bailaoras pero en un plano posterior, encimado a lo que aparenta ser la pared del fondo del salón, apoyando un pie sobre una silla de madera clara, las manos en la guitarra que se sostiene sobre la rodilla, rasga las cuerdas con la mano derecha y fija la vista, inclinando elegantemente la cabeza, en su mano izquierda, con la que compone en los primeros trastes un difícil acorde con los dedos índice y menor bien separados; en el pecho del guitarrista, donde la camisa está abierta, asoma una delgada cadena de oro de la que seguramente cuelgue una cruz; la escena toma lugar en el interior de un salón iluminado artificialmente, que acaso forma parte de un restaurante, un sitio para espectáculos o simplemente un lugar cualquiera escogido para desarrollar una sesión fotográfica); sigo buscando pero el control no aparece, por lo que renuncio a mi plan de devolverle el sonido al televisor.
Empiezo a caminar hacia el dormitorio con los ojos todavía un poco sensibles a la luz. Al pasar por la puerta de la cocina veo que el abuelo carga café en la cafetera eléctrica; trabaja con las manos prolija y metódicamente. Lo saludo al pasar, con la voz ronca y pegajosa; responde con voz alegre y enérgica.

09:17 a.m.

Camino frente a una Iglesia antigua que está entre dos edificios. En las escaleras de la Iglesia un anciano descansa bajo una manta. A su lado hay un chucho marrón, de pelo corto y escaso, y toda la apariencia de animal sarnoso. El viejo come un sándwich; lo agarra con las manos, como escondiéndolo, y lo devora de a grandes mordiscos. Cuando mastica no cierra la boca: enseña al mundo sin disimulo cómo su comida es mansamente triturada por los pocos dientes que le quedan. El perro aguarda a su lado con expresión de desgracia. Ni el viejo ni el perro prestan la más mínima atención a los que circulamos frente a ellos, en la acera.
En determinado momento el viejo arranca un pedazo del sándwich y se lo da al perro. El perro también mastica con la boca abierta, pero su habilidad para hacer desaparecer el alimento es muy superior a la del viejo (que sigue masticando como si en su boca tuviese un chicle): después de dos mordidas el animal ya tiene la boca vacía, se relame, se rasca tras la oreja con una pata trasera, sacude un par de veces la cabeza y se queda expectante, como hipnotizado, mirando comer a su amo, manteniendo siempre una absoluta, perfecta, y hasta algo escalofriante, expresión de desgracia.

12:48 p.m.

Las manos con los puños cerrados, abrazando el plato vacío. La cabeza caída hacia delante, la boca entreabierta, los ojos cerrados. El pijama, blanco, de tela parecida a la de las toallas (para absorber la transpiración, diría él). Ronquidos, más ronquidos, y Doris que llega con un tazón bien cargado de helado; helado abundantemente bañado con salsa de chocolate, helado de dulce de leche granizado. El tazón en una mano y una lata de crocantes barquillos rellenos en la otra. Doris con su andar leve, su uniforme azul marino, su pelo rubio, canoso y desordenado, y sus piernas varicosas pero fascinantes; pasa entre el carrito y el bargueño de roble y se detiene junto al abuelo que ronca; se detiene un instante a observarlo.
Pronto el abuelo se despertará asustado, sorprendido, sin saber qué ocurre. Los ojos grises, viejos y cansados, se abrirán saltones esforzándose por armar una composición de lugar. La boca entreabierta, floja, somnolienta –que bien podría estar echando baba sobre el plato, como en otras oportunidades–, los labios que se juntarán, la lengua que humedecerá el labio inferior, el abuelo que tragará saliva y, recién en ese momento, reparará en la menuda figura de Doris, principalmente en el tazón con helado, y por fin oirá la voz de Doris que anuncia la llegada del postre, quizá por tercera o cuarta o quinta vez.
Después de abrir los ojos, de cerrar la boca, de tragar saliva, y de mirar sorprendido de arriba abajo a Doris, el abuelo se echa hacia atrás para facilitarle el cambio de plato; entonces me mira, hace un chasquido con los labios que se separan, y me pregunta –Chaval–, si no se me estará haciendo tarde.

02:07 p.m.

En una cuadra donde predominan los edificios, me sorprende una lluvia de partículas que caen quedamente, como pequeños copos de nieve. Pero en lugar de blancos son de un color oscuro, amarronado; caen sobre la acera unos pocos metros más adelante, flotando, trazando una trayectoria en zigzag. Dispongo de un par de segundos de misterio –los copos marrones descienden despacito y dan vueltas como si bailaran, y siguen cayendo, y siguen bailando; nieve marrón, pienso–, hasta que levanto la vista y encuentro en el balcón del primer piso a una gorda en un vestido azul claro con pintitas blancas barriendo las pequeñas hojas secas que cayeron del árbol de la acera y se acumularon en su balcón. Las hojas que caen pierden preponderancia: la figura de la gorda es sublime, bestial. Es una enorme acumulación de carne y grasa. Por su parte, el balcón, no parece una estructura extremadamente resistente: tendrá a lo sumo quince centímetros de grosor. Mientras nievan hojas secas sobre mí, y cuando a la gorda la veo desde un plano inferior –las pantorrillas gruesas que asoman bajo el vestido, la cara cuadriforme que se le comprime mientras el ángulo de las líneas de fuga de la imagen se cierra un poco más con cada paso que doy–, me entrego displicentemente a las manos del destino: si he de morir aplastado por el balcón y la gorda, que así sea.
En el gris del cemento que me cubre, busco pequeñas fisuras en crecimiento; pero aparentemente el balcón resiste. Cierro los ojos unos instantes, doy unos pasos así, con los ojos cerrados, respirando hondo y disfrutando de las notas enloquecidas de nostalgia de Adiós Nonino, y cuando los vuelvo a abrir la nieve ya no está a mis espaldas: las hojas caen ahora por este otro lado del balcón, y lo más importante de todo: sigo vivo. Extiendo las manos, palmas arriba, y enseguida una hoja rugosa y seca aterriza, delicadamente, en mi mano izquierda.

11:55 p.m.

Escasea la iluminación, uno o dos focos por cuadra hacen que las fachadas de las casas y edificios estén pobladas por largas sombras; apenas hay gente en las veredas y casi no hay vehículos circulando. En esta zona antigua de la ciudad, algunas casas no son más que pedazos de paredes, esqueletos derrumbados, parcialmente invadidos por arbustos y pasto, usados como estacionamiento o, en el peor de los casos, cerradas las aberturas con tablas de madera para impedir, infructuosamente, el paso a indigentes, son utilizadas como albergue nocturno o permanente; otras se mantienen en pie, pero en avanzado deterioro: puertas apolilladas, zaguanes con pisos de diseños incompletos por baldosas faltantes, cornisas quebradas y revestimientos descascarados que revelan, como raspones en la piel, fragmentos de ladrillos desnudos; y las menos han corrido con el destino de ser remodeladas, para ser usadas como oficinas o depósitos.
A mitad de cuadra, dos chicos mal vestidos piden dinero a una pareja que habla frente a la puerta abierta de su automóvil. El hombre se muestra reacio a darles algo, pero la mujer lo convence y entonces él busca monedas en su pantalón. Los chicos esperan impacientes; no deben tener más de dieciséis años de edad, y lo más probable es que al recibir las monedas se vayan, pero también podría pasar, por más inofensivos que parezcan, que saquen un arma de fuego y los roben o me roben a mí, y ante la menor resistencia disparen sin titubear (puede que me disparen, o apuñalen; ya imagino la tristeza de mis familiares y amigos, los gritos de dolor y los llantos en mi entierro; e inevitablemente, con estos pensamientos, se me oprime el estomago).
Los jóvenes, después de haber recibido algunas monedas de la pareja, se alejan por una calle transversal. Cuando llego a la esquina los veo perderse calle abajo entre las sombras, caminando por el medio de la calzada.
De un edificio sale un hombre vistiendo una gabardina. Se detiene en la acera y mira hacia un lado y el otro, y sujetando las solapas de la gabardina con una mano se cubre el cuello. Cuando paso a su lado me saluda con un leve movimiento de la cabeza. Yo no le devuelvo el saludo y acelero un poco la marcha. Doblo a la derecha en la esquina. A mitad de cuadra, al mirar para atrás, lo veo aparecer: el hombre de la gabardina me está siguiendo. Camino dos cuadras más con él a mis espaldas, controlando cada tanto su presencia por sobre mis hombros; cuadras en las que Mozart y su Allegro le imprimen un cierto aire tragicómico a la situación (y, a pesar de los nervios, no puedo evitar recordar determinados gestos y expresiones de Buster Keaton en sus películas, y sentir que, en cierto modo, estoy haciendo algo parecido).
Doblo en la última esquina que me separa del bar y llego a una zona mejor iluminada que me trasmite más seguridad; giro y lo busco, pero, para mi tranquilidad, ya no veo al hombre de la gabardina; dobló o entró en alguna casa, porque en la calle no veo a nadie, sólo a un perro pequeño que se pasea sin demasiado apuro.