12:48 p.m.

Las manos con los puños cerrados, abrazando el plato vacío. La cabeza caída hacia delante, la boca entreabierta, los ojos cerrados. El pijama, blanco, de tela parecida a la de las toallas (para absorber la transpiración, diría él). Ronquidos, más ronquidos, y Doris que llega con un tazón bien cargado de helado; helado abundantemente bañado con salsa de chocolate, helado de dulce de leche granizado. El tazón en una mano y una lata de crocantes barquillos rellenos en la otra. Doris con su andar leve, su uniforme azul marino, su pelo rubio, canoso y desordenado, y sus piernas varicosas pero fascinantes; pasa entre el carrito y el bargueño de roble y se detiene junto al abuelo que ronca; se detiene un instante a observarlo.
Pronto el abuelo se despertará asustado, sorprendido, sin saber qué ocurre. Los ojos grises, viejos y cansados, se abrirán saltones esforzándose por armar una composición de lugar. La boca entreabierta, floja, somnolienta –que bien podría estar echando baba sobre el plato, como en otras oportunidades–, los labios que se juntarán, la lengua que humedecerá el labio inferior, el abuelo que tragará saliva y, recién en ese momento, reparará en la menuda figura de Doris, principalmente en el tazón con helado, y por fin oirá la voz de Doris que anuncia la llegada del postre, quizá por tercera o cuarta o quinta vez.
Después de abrir los ojos, de cerrar la boca, de tragar saliva, y de mirar sorprendido de arriba abajo a Doris, el abuelo se echa hacia atrás para facilitarle el cambio de plato; entonces me mira, hace un chasquido con los labios que se separan, y me pregunta –Chaval–, si no se me estará haciendo tarde.

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