14 mAh - Novela (Artefato, 2007) / Fragmentos

07:23 a.m.

La composición de lugar demora en concretarse, por unos segundos no tengo conciencia clara sobre dónde me encuentro ni quién soy; los ojos, cerrados, luchan contra una luz molesta que los ataca con furia. Me parece que soy varias personas, o que me hablo desde varias voces. La sensación que se desfigura, mientras irrigo saliva a mi boca seca y ácida, es la de que son varios individuos los que rigen mis acciones; e intentando descifrar esa sensación es que se cuela el recuerdo confuso e incongruente de algo relacionado a un ministro, a un ministro de Inglaterra –yo soy el ministro, o lo fui. Un recuerdo que tenía gran claridad unos instantes atrás, pero que actualmente no logro redondear; se me escapa; intento retenerlo, pero se me escapa. A medida que me despabilo más remoto y confuso me resulta el asunto del ministro; por el contrario, el enigma de la luz, así como el enigma del lugar adonde estoy, después de entreabrir los ojos fugazmente, han sido resueltos: estoy en el sillón azul del living y la luz del techo está encendida. De a poco empiezo a recordar: me quedé hasta tarde intentando escribir algo y después me tiré en el sillón y, por lo visto, fue aquí donde me ganó el sueño.
De pronto, una voz. Una voz inconfundible; la voz del abuelo. El abuelo me llama, casi a los gritos; pregunta cuándo es que pienso levantarme, y advierte que es el último llamado que me hace y sentencia que voy a llegar tarde. Chaval; así es como me llama el abuelo, Chaval, estampando la palabra al principio o al final de cada frase, enfatizando al pronunciarla su debilitado acento madrileño. Y su Chaval me resulta siempre muy simpático y gracioso; excepto al momento de despertarme. Mientras sus últimas palabras son tragadas por el ambiente, sin abrir los ojos, me acomodo hacia el respaldo del sillón, buscando huir de la luz y buscando una postura más relajada, y me dejo ir; y entonces el asunto del ministro regresa.
Regresa pero sigue sin esclarecerse; sé que estoy a punto de volver a entenderlo, pero no logro terminar de delinearlo. No logro terminar de delinearlo, porque al poco rato quien también regresa es el abuelo con su vozarrón. Aparentemente está un poco molesto; intuyo que hace un buen rato que está enfrascado en la difícil tarea de arrancarme de los brazos de Morfeo, porque al regresar y repetir su discurso emplea esta vez un tono de voz que fluctúa entre agresivo y desesperanzado –no hay salida, es irremediable, no queda otra opción que la de abrir los ojos; abandonar la oscura tranquilidad del sueño.
Gimoteo unas palabras para intentar calmarlo, aunque no estoy seguro de que aún esté en la sala; después tenso la cara y fuerzo los párpados, pegados y embadurnados de lagañas, y logro abrirlos. La luz de las dos bombitas encastradas en el techo me lastima la vista; me cubro los ojos con las manos. El contacto con la cara aceitosa me genera una impresión bastante molesta. Deslizo los dedos hacia la nariz; las yemas avanzan con suavidad sobre la piel que siento grasosa. Cuando el telón de las manos deja espacio a la luz de las bombitas, ya no la percibo tan intensa. De golpe, en un arrebato de responsabilidad y coraje, me siento y quedo con los pies sobre la alfombra, los codos apoyados sobre las piernas separadas, y los dedos acariciándome la cara.
Entonces me centro en la boca. La boca, primero seca y ahora húmeda, pero de saliva espesa y agria; y lo peor de todo: el aliento. Respiro por la boca, y con cada respiración baja un sabor horrible; aliento a bosta. No entiendo cómo una boca puede quedar así después de unas pocas horas de sueño, y sin embargo así es: aliento a mierda de caballo. Tal vez es un sabor que sube desde el estómago, tal vez tiene que ver con los jugos gástricos. Y mientras me masajeo la frente con la mano derecha pienso en si se trata de un aliento universal, si en China o en Botswana, la gente, al levantarse, tiene este aliento… Si será que todas las personas que conozco se levantan, aunque sea de vez en cuando, con este sabor en la lengua.
Ahora son los ojos los que me masajeo, y ahora el pensamiento es sobre Ana: me acuerdo de varias ocasiones en que al besarla, al momento de despertarnos, su aliento se parecía bastante a este mismo… Claro que en Ana todo se siente mejor.
Bostezo, estiro las piernas bajo la mesa ratona y estiro el torso, llevando los brazos hacia los hombros y arqueándome hacia atrás. Cuando termino de estirarme y bostezar me concentro en la televisión. La televisión está encendida; y en ella se ve al periodista del noticiero del canal que el abuelo mira por las mañanas.
El periodista sostiene entre las manos unas hojas blancas; su busto se eleva tras una mesa gris, los codos juntos a las costillas, un traje claro y una corbata oscura; lee una de las hojas, sin mover la cabeza, únicamente mueve los ojos, que alterna de la hoja a la cámara; y también los labios, mueve los labios, pero la voz no llega: el aparato está mudo. En el fondo de la imagen, que aparece ligeramente fuera de foco, del otro lado de un cancel transparente que está a espaldas del periodista, el ambiente aparenta amplitud; por allí hay varias personas sentadas frente a pequeños escritorios; algunas enfrentan una computadora en la que supuestamente trabajan, todas sentadas y relativamente estáticas, salvo un hombre joven en mangas de camisa que, a veces llevando papeles –por lo que supongo será una especie de mandadero–, camina entre los escritorios; el mandadero aparece por un lado de la imagen, se aproxima a un escritorio, deja o recoge algo, o simplemente se inclina a hablar con quien allí está sentado, se dirige hacia otro escritorio y lo mismo, y si se sale de la imagen es sólo por unos instantes. Más atrás aún, embutidos en la pared, doce televisores irradian destellos de tonalidad azulada –cada uno con imágenes distintas pero que por lo pequeño de su tamaño en la pantalla, y porque están bastante fuera de foco, no logran verse con nitidez.
Los pasos del abuelo, arrastrando las pantuflas por la alfombra, suenan desde el corredor y me alejan del noticiero: miro hacia mi derecha y lo veo perderse en la puerta de la cocina, el pijama celeste oscuro cubriendo la espalda amplia de hombros encorvados, la cabeza inclinada como buscando los pies, los brazos al frente, sosteniendo, supongo, el vaso largo en el que toma su yogurt con miel por las mañanas; lo último en desaparecer es la enorme cintura y los holgados pantalones –todo celeste.
En el televisor: un comercial de jabón para lavar la ropa. Un conocido conductor de televisión interroga, en el frente de una casa, a una mujer; le pregunta si está conforme con el jabón que usa para lavar su ropa; la mujer ingresa a la casa y reaparece, después de un segundo, con un par de medias blancas que exhibe con orgullo tanto al conocido conductor como a la cámara; entonces, el conocido conductor le alcanza una caja de cartón naranja (que de una escena a otra apareció de manera inexplicable en sus manos) y le propone cambiar de jabón, desafiándola a comparar los resultados; ella acepta el desafío, pero toma la caja forzando una expresión de escepticismo. En la última escena, la mujer, de nuevo frente a su casa, aparentemente sorprendida, pero muy feliz, enseña a la cámara las medias blancas de su marido –más blancas que nunca–; el plano se cierra en el conocido conductor, que gira y me habla y me señala con el índice, y después señala a la caja anaranjada de jabón que volvió a materializarse quien sabe cómo en su mano, y que sostiene ahora contra el pecho como a un bebé, mientras estira la boca y me sonríe con sorna. Por último aparece la pantalla dividida al medio, transversalmente, por una raya negra; el par de medias blancas en ambos lados –en un lado un poco grises, del otro refulgen en un blanco inmaculado. La falta de sonido hace que el comercial, que ya conozco de memoria, me resulte casi tolerable.
Me rasco la cabeza y después el mentón, y con esfuerzo me pongo de pie. Busco en la mesa ratona, rectangular, con bordes de madera tallada y un centro de mármol blanco surcado por venas color rosa viejo, el control remoto del televisor; sobre la mesa varios objetos: mi pañuelo arrugado, la revista con la programación del Cable, una servilleta de tela, un vaso vacío apoyado sobre un posavasos redondo (la cara del posavasos, que debajo del vaso se desfigura y se achica según sea el sesgo con que se mire, es un cartón impreso con la imagen, en calidad fotográfica, de una escena de baile flamenco: dos bailaoras enfrentadas, una vestida de rojo con lunares negros y la otra de negro con lunares rojos, levantan por sobre sus cabezas un brazo curvado haciendo sonar las castañuelas, y con el otro brazo, a la altura de la cintura, recogen sus vestidos típicos, por lo que debajo de las amplias faldas pinzadas aparecen unas bellas pantorrillas y unos zapatos negros de tacos medianamente gruesos; el guitarrista, un hombre maduro con la piel cobriza, con camisa negra de seda abierta en el pecho y el pantalón también negro, con una faja roja en la cintura, aparece en medio de las bailaoras pero en un plano posterior, encimado a lo que aparenta ser la pared del fondo del salón, apoyando un pie sobre una silla de madera clara, las manos en la guitarra que se sostiene sobre la rodilla, rasga las cuerdas con la mano derecha y fija la vista, inclinando elegantemente la cabeza, en su mano izquierda, con la que compone en los primeros trastes un difícil acorde con los dedos índice y menor bien separados; en el pecho del guitarrista, donde la camisa está abierta, asoma una delgada cadena de oro de la que seguramente cuelgue una cruz; la escena toma lugar en el interior de un salón iluminado artificialmente, que acaso forma parte de un restaurante, un sitio para espectáculos o simplemente un lugar cualquiera escogido para desarrollar una sesión fotográfica); sigo buscando pero el control no aparece, por lo que renuncio a mi plan de devolverle el sonido al televisor.
Empiezo a caminar hacia el dormitorio con los ojos todavía un poco sensibles a la luz. Al pasar por la puerta de la cocina veo que el abuelo carga café en la cafetera eléctrica; trabaja con las manos prolija y metódicamente. Lo saludo al pasar, con la voz ronca y pegajosa; responde con voz alegre y enérgica.

No hay comentarios: