Camino frente a una Iglesia antigua que está entre dos edificios. En las escaleras de la Iglesia un anciano descansa bajo una manta. A su lado hay un chucho marrón, de pelo corto y escaso, y toda la apariencia de animal sarnoso. El viejo come un sándwich; lo agarra con las manos, como escondiéndolo, y lo devora de a grandes mordiscos. Cuando mastica no cierra la boca: enseña al mundo sin disimulo cómo su comida es mansamente triturada por los pocos dientes que le quedan. El perro aguarda a su lado con expresión de desgracia. Ni el viejo ni el perro prestan la más mínima atención a los que circulamos frente a ellos, en la acera.
En determinado momento el viejo arranca un pedazo del sándwich y se lo da al perro. El perro también mastica con la boca abierta, pero su habilidad para hacer desaparecer el alimento es muy superior a la del viejo (que sigue masticando como si en su boca tuviese un chicle): después de dos mordidas el animal ya tiene la boca vacía, se relame, se rasca tras la oreja con una pata trasera, sacude un par de veces la cabeza y se queda expectante, como hipnotizado, mirando comer a su amo, manteniendo siempre una absoluta, perfecta, y hasta algo escalofriante, expresión de desgracia.
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