Escasea la iluminación, uno o dos focos por cuadra hacen que las fachadas de las casas y edificios estén pobladas por largas sombras; apenas hay gente en las veredas y casi no hay vehículos circulando. En esta zona antigua de la ciudad, algunas casas no son más que pedazos de paredes, esqueletos derrumbados, parcialmente invadidos por arbustos y pasto, usados como estacionamiento o, en el peor de los casos, cerradas las aberturas con tablas de madera para impedir, infructuosamente, el paso a indigentes, son utilizadas como albergue nocturno o permanente; otras se mantienen en pie, pero en avanzado deterioro: puertas apolilladas, zaguanes con pisos de diseños incompletos por baldosas faltantes, cornisas quebradas y revestimientos descascarados que revelan, como raspones en la piel, fragmentos de ladrillos desnudos; y las menos han corrido con el destino de ser remodeladas, para ser usadas como oficinas o depósitos.
A mitad de cuadra, dos chicos mal vestidos piden dinero a una pareja que habla frente a la puerta abierta de su automóvil. El hombre se muestra reacio a darles algo, pero la mujer lo convence y entonces él busca monedas en su pantalón. Los chicos esperan impacientes; no deben tener más de dieciséis años de edad, y lo más probable es que al recibir las monedas se vayan, pero también podría pasar, por más inofensivos que parezcan, que saquen un arma de fuego y los roben o me roben a mí, y ante la menor resistencia disparen sin titubear (puede que me disparen, o apuñalen; ya imagino la tristeza de mis familiares y amigos, los gritos de dolor y los llantos en mi entierro; e inevitablemente, con estos pensamientos, se me oprime el estomago).
Los jóvenes, después de haber recibido algunas monedas de la pareja, se alejan por una calle transversal. Cuando llego a la esquina los veo perderse calle abajo entre las sombras, caminando por el medio de la calzada.
De un edificio sale un hombre vistiendo una gabardina. Se detiene en la acera y mira hacia un lado y el otro, y sujetando las solapas de la gabardina con una mano se cubre el cuello. Cuando paso a su lado me saluda con un leve movimiento de la cabeza. Yo no le devuelvo el saludo y acelero un poco la marcha. Doblo a la derecha en la esquina. A mitad de cuadra, al mirar para atrás, lo veo aparecer: el hombre de la gabardina me está siguiendo. Camino dos cuadras más con él a mis espaldas, controlando cada tanto su presencia por sobre mis hombros; cuadras en las que Mozart y su Allegro le imprimen un cierto aire tragicómico a la situación (y, a pesar de los nervios, no puedo evitar recordar determinados gestos y expresiones de Buster Keaton en sus películas, y sentir que, en cierto modo, estoy haciendo algo parecido).
Doblo en la última esquina que me separa del bar y llego a una zona mejor iluminada que me trasmite más seguridad; giro y lo busco, pero, para mi tranquilidad, ya no veo al hombre de la gabardina; dobló o entró en alguna casa, porque en la calle no veo a nadie, sólo a un perro pequeño que se pasea sin demasiado apuro.
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